Thérèse Raquin, de Émile Zola
Un clásico sobre el crimen y la culpa
En 1867, cuando publica Thérèse Raquin, Zola ya tenía a sus
espaldas un libro de relatos y un par de novelas. Ninguno de ellos había
llamado excesivamente la atención del público, pero sí la de la
policía, lo que le hizo perder su puesto de asalariado, en calidad de
corrector de originales y redactor de notas de prensa, en Hachette.
Estos libros se habían publicado en la pequeña editorial del librero
Lacroix, que se encontraba en la esquina de la Rue Vivienne y el
Boulevard Montmartre. Como escribió más tarde Edward Vizetelly,
traductor al inglés de las obras de Zola, éste era entonces un hombre “vacío, como barco a la deriva”, que mientras daba forma a su nueva novela colaboraba con sus artículos de crítica de arte en el Événement,
por los que mereció la inquina de diversos artistas consagrados y que
sirvieron de paso para dar a conocer a un pintor, al que se consideraba
insignificante, llamado Édouard Manet. La novela, con el título de Une Histoire d’Amour, apareció en la revista L’Artiste,
propiedad de uno de los hombres más influyentes del París del Segundo
Imperio: Arsène Houssaye, quien aconsejó al autor que suavizara algunas
escenas en beneficio de sus fieles y (es de suponer) impresionables
lectoras, una de las cuales era la andaluza, y por entonces emperatriz,
Eugenia de Montijo. Ese mismo año aparecería ya en forma de libro y con
su título definitivo en la editorial de Lacroix. Esta edición, que
recuperaba diversos fragmentos que fueron suprimidos en la revista, es
la que nos presenta ahora, en una excelente y ya conocida traducción de
Maite Urrutia, la editorial Alba en su colección Minus.
“Sería curioso estudiar los cambios que se producen a veces en
ciertos organismos, a consecuencia de circunstancias determinadas;
dichos cambios, que arrancan de la carne, no tardan en comunicarse al
cerebro y a todo el individuo”.
Émile Zola escribió esta frase no para un sesudo ensayo, sino para su novela Thérèse Raquin,
obra temprana que redactó con veintisiete años y que marcaría la pauta
de toda su posterior, y abundante, producción literaria. Dicha
producción, como explicó el propio Zola, tuvo una intención
principalmente científica, dedicada a explorar ciertas ideas de lo que
hay llamamos psicología social que, aunque con otro nombre, estaban muy
en boga en su tiempo.
La teoría que clasifica a los humanos por los cuatro temperamentos
(el sanguíneo, el melancólico, el colérico y el flemático) fue ideada
hace dos mil quinientos años por Hipócrates, y se basaba en la creencia
de que existen en el cuerpo humano cuatro fluidos o humores responsables
de la génesis y el mantenimiento de la vida y de cuyo equilibrio
depende la salud física y mental. Todavía en el siglo XVI Fray Luis de
Granada escribió: “La salud de nuestros cuerpos consiste en el
temperamento y proporción de estos cuatro humores, y la enfermedad
cuando se destemplan, creciendo o menguando los unos sobre los otros”.
En el último tercio del siglo XIX, cuando Zola escribía, lo que
llamamos medicina interna ya había relegado la mayor parte de estas
ideas a la categoría de meras supersticiones, lo que no impidió que otra
rama de la ciencia mucho más atrasada, la de la mente y los trastornos
psíquicos, se apropiara de ellas, adaptándolas a sus necesidades a fin
de (si no curar, cosa que se tenía por poco menos que imposible) al
menos razonar las causas de las perturbaciones mentales y las anomalías
de la conducta asociadas a ellas. Una nueva clasificación de los
temperamentos, esta vez desde una perspectiva psicológica, fue la
realizada por el fisiólogo Ivan Pavlov, según el cual aquéllos, por
medio del sistema nervioso, dominaban en el ámbito instintivo-afectivo y
moldeaban, junto al medio ambiente, el “carácter”. Dichas ideas gozaron
de éxito en aquellos años, y todavía hoy, pese al auge que adquirió el
psicoanálisis, representan una tentativa naturalista de explicar los
afectos, a la vez que son el antecedente histórico de la fisiología y de
las teorías abiertamente materialistas de la conciencia. Además, no es
pequeña la nómina de obras de arte inspiradas en ellas, desde diversos
retratos de Leonardo da Vinci hasta algunas composiciones musicales ya
del siglo XX, como las que dedicaron a los famosos cuatro temperamentos
Carl Nielsen y Paul Hindemith. Sin embargo, parece obvio que el campo en
el que más se extendieron fue, con diferencia, la literatura.
Thérèse Raquin fue recibida con un clamor de desaprobación por parte de la crítica. A propósito de esta novela el ex colaborador de Le Figaro Louis Ulbach acuñó en un artículo la expresión “literatura pútrida”,
que marcó el tono general de la recepción de la misma. Dicho artículo
fue respondido por Zola, lo que dio lugar a una agria discusión que
culminó con el prefacio escrito por el propio autor para la segunda
edición de la novela. En él Zola se quejaba de que la obra no había sido
bien comprendida por sus jueces, poseídos al parecer por “los nervios sensibles de una jovencita”, y añadía, de un modo que anticipaba ya el resto de su producción, que en Thérèse Raquin se había propuesto “estudiar temperamentos, no caracteres”.
“He escogido”, escribió, “personajes sometidos por completo
a la soberanía de los nervios y la sangre, privados de libre arbitrio, a
quienes las fatalidades de la carne conducen a rastras a cada uno de
los trances de su existencia. Thérèse y Laurent son animales
irracionales humanos, ni más ni menos”. Estos personajes son
víctimas de sus temperamentos, fuertemente melancólico el de Thérèse y
sanguíneo el de su amante, y lo que describe la novela es la forma en
que estos diferentes humores, que en una combinación distinta habrían
podido neutralizarse mutuamente, convirtiendo a sus portadores en
sumisos y respetables ciudadanos, se potencian aquí el uno al otro,
hasta el punto de sumir a ambos en un mundo cerrado y dominado por
delirios obsesivos, los cuales les llevan al crimen y después a un
autodestructivo sentimiento de culpa. Ahora bien, si algo tienen en
común las novelas que merecen tal nombre, desde su más lejano origen, es
precisamente la descripción de caracteres, es decir, de personajes que
se forman con el entorno y que se adaptan a (o modifican) las
circunstancias de éste. En la novela de Zola, como se ha dicho, no hay
personajes, sino temperamentos. Así, lo que en la época de Thérèse Raquin ya
empezaba a llamarse “naturalismo” vendría a ser en el fondo una especie
de nueva novela o de novela experimental más próxima a un historial
clínico que a lo que entendemos por novela. De hecho, aquí tropezamos
con una narración descriptiva de emociones y actos prácticamente
carentes de estilo y que recuerda a los estudios clínicos que algunos
años más tarde redactaría Freud, con un lenguaje diferente, para
referirse a las neurosis e histerias de sus pacientes. Vista por el
siglo XIX, Thérèse Raquin es antiliteratura.
Esta eficiente prosa es ciertamente “antiliteraria”, y en ese rasgo
reside su modernidad, pues no es poca la descendencia que ha tenido Thérèse Raquin a
lo largo del siglo XX, y ello, abandonadas ya las teorías sobre los
temperamentos, porque aquí se encuentran, desplegadas de pronto en toda
su extensión, las técnicas, las potencialidades, los recursos que sirven
para ilustrar el repertorio completo de las servidumbres a que está
sujeta una conciencia alienada, incapaz de toda reflexión, privada de
voluntad y sometida a un destino que es ineludible, en tanto que de una
vez por todas ha sido dictado por su propia carne. “Espero”, escribió Zola, “que
se empiece a comprender que mi objetivo ha sido, ante todo, un objetivo
científico. Mi único deseo ha sido, dados un hombre potente y una mujer
no saciada, buscar en ellos la bestia, incluso no ver más que la
bestia, lanzarlos en un drama violento y anotar escrupulosamente las
sensaciones y los actos de estos seres”. Premisa ésta que, si a
nosotros no se nos aparece como cosa nueva, se entiende que resultara
una píldora difícil de tragar para los lectores de 1867.
Thérèse es una joven hija de una “excepcionalmente bella”
argelina y de padre desconocido. Siendo niña es entregada a su tía, la
viuda señora Raquin, que sólo vive para atender a su único hijo, el
enfermizo Camille. La niña debe criarse junto a su primo en un ambiente
pueblerino, compartiendo lecho y, siendo completamente sana, llevando la
misma vida del enfermo, lo que la convierte pronto en una persona
siempre ausente, abstraída. Carente de voluntad, su tía la casa con
Camille, y los tres se van a París para regentar una miserable mercería
en un oscuro pasaje cerca del Pont Neuf. Allí Camille encuentra un
trabajo de oficinista, quedando tía y sobrina en la mercería, que apenas
les da para vivir. Hasta aquí Thérèse ha carecido de vida propia, y su
apacible exterior, sometido a la persuasiva autoridad de su tía, cubre
un interior en el que bullen violentamente los reprimidos deseos de su
juventud, en particular los sexuales, que estallan al conocer a un
compañero de trabajo de su marido: Laurent. Ambos jóvenes se encontrarán
en secreto en la alcoba conyugal, donde vivirán su pasión sin palabras
hasta que una orden del jefe de Laurent le impida ausentarse de la
oficina, momento en el que ambos concebirán el proyecto de asesinar a
Camille, acto que tendrá lugar un día de asueto, en el Sena, durante una
excursión en barca.
Hasta aquí el argumento no se diferencia mucho del de la literatura
“licenciosa” de la época, pero es después, ya suprimido el obstáculo que
para los protagonistas representaba Camille, cuando se muestran las
originales intenciones del autor, el cual dedica gran parte del libro a
desvelar los sentimientos de culpa que hacen del todo imposible que la
pareja disfrute libremente de su relación y, finalmente, de la propia
vida. En el camino, Zola nos deja también el abrumador retrato de la
autoritaria y al final inválida tía, retrato que ha servido a los
psicólogos para ilustrar el llamado “locked-in syndrome” (pseudocoma o síndrome de cautiverio).
Esta edición debería servir para deshacer el equívoco (lo que quede de él) de que Thérèse Raquin
es o pretende ser literatura erótica. El lector poco informado que
busque tal cosa apenas se sentirá satisfecho, pero a cambio podrá
descender a los infiernos del temperamento y de la naturaleza humana. Es
posible, sin embargo, que este estudio clínico, que llegó a ser obra de
teatro, ópera, película de cine y de televisión y hasta musical de
Broadway, y que no excluye su buena dosis de denuncia social, continúe
siendo para algunos difícilmente asimilable. A los demás ya pidió
disculpas Zola cuando se vio obligado a explicar los entresijos de su
obra. Pues según escribió, “las personas inteligentes no necesitan, para ver claro, que les enciendan un farol en pleno día”.
Fuente: